Mis ojos —que no saben que no ven—
No verán el declinar de esta tarde.
Pero a mi memoria vuelven incesantes las imágenes y los hombres que en otra tarde — ¿sería acaso en el sueño de otra tarde?— me fueron revelados:
vuelve Cristo en el madero, quien obedeció el sacrificio por obediencia a un dios más perfecto.
Vuelve la tarde de oro en que dos miradas se cruzaron en el Paraíso.
Vuelve el idioma de mis mayores en una biblioteca del Sur, las deseadas etimologías.
Vuelve el áspero nórdico con sus espadas atroces.
Vuelve y pasa Heráclito y su río, que vanamente llamamos tiempo.
Vuelve incesante el espejo, que me devuelve y me mira.
Vuelven, ya lo siento, el aljibe y la luna.
Vuelven los libros queridos: Las mil y una noches.
Vuelve la mano de Norah dibujando la plaza de Adrogé, en cuyos laberintos jugábamos a perdernos.
Vuelve el tigre tras las rejas
Vuelve este dédalo impenetrable de Buenos Aires
Vuelven las cosas tristes que nos recuerdan que hay un acto final para la serie que se inició por allá en 1890 y tantos.
Qué seré polvo.
Vuelve la alta noche con sus mitologías indescifrables y con este cortejo de fantasmas que me agobia.
El ejercicio de las letras me enseñó a eludir ciertas fealdades, ciertos argentinismos, pero no ha abandonar este hábito de Whitman, estas vagas enumeraciones, estas formas del plagio.
El declinar del día me trae el ayer y la duda:
¿De cuál soñador seré un sueño? ¿Cuál hombre, cuál Dios soñará un anciano que escribe versos en Buenos Aires?
Este poema es apócrifo: Borges no existe.
Abril 1982