Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910-La Cumbre, Córdoba, 21 de abril de 1984
No ha sido demasiado leído entre nosotros Manuel Mujica Laínez. Con excepción de Bomarzo, asombroso fresco del Renacimiento, pocos mencionan su nombre en los constantes recuentos de grandes autores latinoamericanos. Mujica fue uno de ellos desde una zona un poco neutra, lejos de la publicidad excesiva que persigue, con mucho de crueldad, a aquellos colegas suyos cuyo nombre parece ocioso recordar ahora. Dueño de una erudición asombrosa y de una curiosidad inagotable por los hechos humanos, Mujica Laínez acometió una serie de novelas prolijas y casi infinitas con las cuales acompañó la historia de muchos siglos de civilización occidental. Si Bomarzo es la corte del Renacimiento italiano, El Laberinto es la atormentada España barroca (presidida por El Greco y prolongada en una América en donde ya comienza a correr la sangre sobre campos vírgenes) y El Unicornio la magia y la desolada ternura de una Edad Media contemplada a través de manuscritos y gobelinos. El Escarabajo, finalmente, quiere abarcar en 500 páginas, a grandes brochazos, la historia toda de la cultura: Desde los antiguos faraones hasta la vieja casona de Cruz Chica donde el autor vino a morir entre papeles, cuadros, librotes y objetos innumerables, denunciadores de muchos, muchísimos viajes del cuerpo y del alma.
(El inventario de esos objetos y de su hábitat, la casa de los últimos años del escritor, está narrado con detalle y una punta de ironía en Cecil, la novela que confiesa aquel mundo cotidiano visto desde los ojos de su perro). Manuel Mujica era una especie de hombre intemporalmente obsoleto, si tal extravagancia retórica (¿un oxímoron, Clara María?) le está permitida al Tío. Su cultura casi ofensiva en una época de especialistas, su refinamiento sin concesiones, sus ocios ilustres, su figura cortesana —y pulida, como la del falso Rey Felipe IV— hacían de él aquello que nuestros años vertiginosos solo atinan a llamar decadente. Por su puesto, con razón.
El Tío, en viejos ratos de ocio (que también los ha tenido, aunque —¡Ay! — en vano), lo describió una vez, sin mucha originalidad, con los atuendos de un caballero del siglo XVI. Otros vestidos le cabrían, casi todos agobiados de gorgueras y terciopelos. Bernabé mencionó antes algunos libros cuya dimensión básica y su esfuerzo material parecen cubrir una vida. No son en cambio sino un fragmento de una obra incansable cuyos títulos iniciales (Misteriosa Buenos Aires y Aquí Vivieron, por ejemplo) contienen ya y para siempre las preocupaciones esenciales del autor. Historias llenas de sangre, sombras y espanto, por donde transitan almas gimientes y siluetas atormentadas, mitad personajes de una ópera suntuosa, mitad mendigos, suntuosos también, que su creador hace agonizar o morir entre las oscuras tintas de algún aguafuerte goyesco. Poeta de la historia, joyero de las palabras, hombre de muchos viajes y mundos y paisajes, sus libros son para ser leídos con la calma un poco voluptuosa que pedía Valencia para leer los versos de Silva. Como Silva, el escritor argentino se inmoló también, a su modo, a esa cosa esquiva y absurda que llamamos belleza, y cuyo aspecto, al menos aquel que persiguió siempre Mujica, se nos escapa un poco más cada día. Lo único que afirma el Tío sin temor a equivocarse es que ella corretea, sagrada o lasciva, por las incontables páginas de Manuel Mujica Laínez. Él amó el mármol, el cisne, los follajes bordados, los faunos y las sirenas, las carnes opulentas. Y ante todo y siempre la muerte que acecha detrás del fasto. No es hoy presa fácil la belleza. Búscala, lector, en la obra del novelista desaparecido. Allí está, te lo aseguro, y sólo hace falta que sepas (y quieras) verle la cara. Suerte.
Tío Bernabé
Elkin Obregón Sanín
Abril, 1984. El Mundo, Medellín.