Edith Wharton




El hecho de que «la difusión del conocimiento» suela ser clasificada, junto con la máquina de vapor y el sufragio universal, en la categoría de los avances modernos ha dado lugar al surgimiento de un vicio nuevo: el vicio de la lectura.

No hay vicios tan difíciles de erradicar como aquellos que popularmente se consideran virtudes. Entre estas virtudes la más notable es el vicio de la lectura. Se suele admitir que la lectura de basura es un vicio y sin embargo la lectura per se —el hábito de leer— pese a ser nuevo, figura ya entre virtudes tan bien reputadas como la sobriedad, el ahorro, madrugar y practicar regularmente ejercicio. Sin embargo, hay algo particularmente agresivo en la virtud del sentido del deber que posee un lector. Para quienes se atienen a las indicaciones más estrictas de la preceptiva, el lector aparece como alguien que cumple con las reglas de la perfección: «Cuánto me hubiese gustado haber leído tanto como usted», le confiesa el novicio iletrado al adepto a la excelencia, y el lector, tan acostumbrado al incienso del aplauso indiscriminado, mira su ocupación con toda naturalidad como un logro intelectual notable.

La lectura como ejercicio deliberado –lo que podríamos llamar lectura volitiva— es equiparable a la erudición con relación a la cultura. La verdadera lectura es una acción refleja. El lector nato lee de forma tan inconsciente como respira y, para llevar la analogía un grado más lejos, podría decirse que la lectura tiene tanto de virtuoso como respirar. Resulta meritoria en la misma proporción en que se convierte en una tarea gratuita. ¿En última instancia, qué es la lectura sino el intercambio de pensamiento entre el lector y el escritor? Si el libro entra en la mente del lector del mismo modo que abandonó la del escritor —sin ningún añadido o modificación como las que inevitablemente se producen por contacto con un nuevo cuerpo de pensamiento— entonces ha sido leído sin propósito alguno.

En estos casos, naturalmente, la culpa no siempre es del lector. Hay libros que son siempre el mismo, incapaces de modificar o de ser modificados, pero este tipo de libros no cuentan como factores en la literatura. El valor de los libros es proporcional a lo que podría llamarse su plasticidad, es decir, su cualidad de ser todas las cosas para todos los hombres, de ser moldeados de muchas maneras por efecto del impacto con formas frescas de pensamiento. Cuando, por una razón o por otra, falta esta adaptabilidad recíproca, la auténtica cópula entre el libro y el lector no es posible. En este sentido puede decirse que no hay un patrón abstracto de valores en literatura: la medida de los libros más grandes que se han escrito es únicamente lo que cada lector es capaz de sacar de ellos. Los mejores libros son aquellos de los que los mejores lectores han conseguido extraer la mayor cantidad de los mejores pensamientos. Pero generalmente de este tipo de libros es de los que menos obtiene el lector pobre.

Por consiguiente, ser un lector pobre debe considerarse una desgracia, pero no es un fallo en absoluto. ¿Por qué deberíamos ser todos lectores? No se espera de todos nosotros que seamos músicos: en cambio debemos leer, de modo que quienes no son capaces de leer creativamente lo hacen mecánicamente. ¡Como si el que no tiene aptitud para el violín pensara que es lo mismo tocar el violín que darle a la manivela de un organillo! En materia de lectura hay que entender de buen principio que quienes la ofenden de verdad no son los que se limitan a leer la consabida basura. El que se confiesa devorador de narrativa estúpida es muy poco dañino. Quien festeja «la novela del momento», no constituye un obstáculo serio para el desarrollo de la literatura. El criterio que considera las divisiones naturales del melón como una indicación de que es una fruta que debe comerse en familia, podría considerar también que ciertas obras —libros automáticos, que no requieren esfuerzo como no sea pasar las páginas y usar los ojos— están especialmente diseñadas para el consumo del lector mecánico. La providencia nos proporciona innumerables autores cuya misión obvia consiste en proteger a la literatura de los estragos de los tontos. El lector mecánico se convierte en un peligro para las letras sólo cuando osa pastar en prados que no son los que le están predestinados. Por desgracia, la idea de que la lectura es una cualidad moral ha llevado a muchas personas razonables a renunciar a la lectura ligera e inocua a favor de cópulas más agotadoras. Son personas para quienes «leer es una disciplina». ¡La «plataforma» de los más ambiciosos en efecto implica la determinación de mantenerse al día de todo lo que se escribe! Para este tipo de lectores el mayor y más fuerte incentivo aparentemente es este deseo de mantenerse al día: parecen considerar la literatura como un tranvía que sólo puede «abordarse» a la carrera; mientras que muchos lectores natos no tienen empacho en holgazanear a la hora del té en calesas o en coches tirados por caballos, sin preocuparse demasiado de los nuevos medios de locomoción.

El vicio de la lectura se convierte en una amenaza para la literatura cuando el lector mecánico, armado con esta elevada concepción de su propio deber, invade el ámbito de las letras: analiza, critica, condena, o peor aún, elogia. Aún así, sería de un gusto más bien dudoso reprobar una intrusión movida por motivos tan respetables sino fuera porque la incorregible autosuficiencia del lector mecánico lo convierte en un típico objeto de ataque. El que da vueltas a la manivela del organillo no puede compararse con Paderewski, pero el lector mecánico jamás pone en duda su propia competencia intelectual. Del mismo modo que la gracia da la fe, se supone que la mejora de uno mismo confiere inteligencia.

Leer no es una virtud, pero leer bien es un arte, un arte que sólo el lector nato puede adquirir. El don de la lectura no es una excepción a la regla según la cual las dotes naturales han de ser cultivadas por medio de la práctica y la disciplina; pero si no hay una aptitud innata el entrenamiento no sirve de nada. Es típico del lector mecánico creer que las intenciones pueden suplir a las aptitudes.Tanto es así que hay algunos signos genéricos por los cuales el lector nato detecta a su copia manufacturada, cualquiera que sea el disfraz detrás del que se oculte. Una de estas idiosincrasias es el hábito de mirar objetivamente la lectura. Puesto que siempre lee conscientemente, el lector mecánico sabe con exactitud cuánto ha leído y nos lo dirá con el orgullo de la hacendosa ama de casa que es capaz de calcular al dedillo el consumo diario de comida en su casa. Así como el ama de casa suele acudir al mercado cada día a una hora determinada, así también el lector mecánico tiene un tiempo fijo para dedicar a sus actividades intelectuales, y suele leer un número determinado de horas al día. Una afirmación en los diarios juveniles de Hamerton —«comienzo ahora un curso de lectura poética que empieza con cincuenta horas de Chaucer; y como le dediqué una hora y media anoche, me quedan exactamente cuarenta y ocho horas y media»— es un buen ejemplo de este tipo de lectura. De esto se sigue que quien lee por tiempos, suele «no tener tiempo para leer», problema desconocido para el lector nato cuya lectura forma una corriente continua que fluye por debajo de todas sus ocupaciones.

El lector mecánico es el esclavo de su marca en el libro: si la pierde se ve obligado a volver a empezar desde el comienzo. Dicen que uno de esos lectores estuvo atrapado en el «fuego y la espada en el Sudán» durante todo un año por obra de un travieso pariente que se las ingenió para desplazar el punto de lectura del libro cada noche. El lector nato es su propia marca en el libro. Recuerda instintivamente en qué punto del argumento dejó el libro y las páginas se abren justo allí donde debe proseguir la lectura. Típico del lector mecánico es decir que es uniformemente escrupuloso en su tarea: una de sus reglas es no saltarse nunca una palabra y siempre contesta con un triunfante sí a aquella pregunta inmortal del doctor Johnson: «¿Lee usted los libros de cabo a rabo?». Evidentemente, este principio inexorable se basa en el hecho de que el lector mecánico es incapaz de discernir intuitivamente si un libro merece ser leído o no. De hecho es incapaz de formarse una opinión de lo que lee hasta que consigue terminar la última línea del texto, y ni siquiera es capaz de dar razones adecuadas sobre su opinión cuando consigue formarse alguna. Como ve todos los libros desde afuera, y no establece ningún punto de contacto con la mente del autor, no hace ninguna concesión al temperamento o al contexto, pues ese proceso de transposición y selección hace que el más impersonal de los libros se convierta en el producto de condiciones únicas.

Es obvio que al lector mecánico, al tomar cada libro por separado como si fuera un ente suspendido en lo inane, se le escapan todos los atajos y encrucijadas de su asunto. Se parece a un turista que va de una “vista” a otra sin mirar nada que no esté en su guía de viaje. Las delicias del merodeo intelectual, la busca improvisada tras una alusión fugaz, sugerida a veces por el giro de una frase o por la mera complexión de una palabra, las ignora serenamente. Con él la cosa es el libro: la idea de usarlo como clave de armonías imprevistas, como vía de acceso a algún paysage choisi del espíritu está más allá de su alcance.

El lector mecánico considera que su deber es leer cada libro del que se habla; un deber que le resulta menos oneroso por el hecho de que puede juzgar de antemano, a partir de las dimensiones materiales de cada libro, cuánto espacio ocupará en su cabeza: no tiene necesidad de expandirse. Para el lector mecánico los libros leídos no son plantas que enraízan y dan ramas, que se entrelazan unas con otras, sino fósiles etiquetados y guardados en estanterías del gabinete de un geólogo; o quizás prisioneros condenados una reclusión solitaria para toda la vida. En mentes como esta los libros nunca conversan entre sí.

Los pasos del lector mecánico están guiados por la vox populi: va directamente en busca del libro del que todo el mundo habla, y su sentido de la importancia del libro es proporcional al número de ediciones agotadas antes que a la publicación, pues no sabe distinguir entre las diferentes clases de libros de los que todo el mundo habla, ni entre las voces que hablan acerca de ellos.

Una parte del deber del lector mecánico es opinar acerca de cada libro que lee, y a veces es llevado a extraños desvíos en su tarea. Es natural en él desconfiar y rechazar un libro si no lo entiende. «Puesto que no puedo leer quisiera quemar todos los libros». En lo más hondo de su corazón, el lector mecánico a veces puede hacerse eco de este momento de envidia del doctor Fausto, pero como también es parte de su deber «estar orgulloso de la lectura», se siente obligado a reprimir este impulso bibliócida, de modo que sigue adelante cuando en realidad el linchamiento habría sido tanto más simple.

Es natural que quien considera la lectura como una obligación moral confunda los juicios morales con los juicios intelectuales. He aquí un libro del que todo el mundo habla; la cantidad de ediciones de que ha sido objeto es una prueba casi incontestable de su mérito. Pero para el lector mecánico es un libro críptico y, por consiguiente, él se limita a desaprobarlo. Por supuesto, admite que es un libro inteligente, pero —dice— uno de los personajes «no es simpático»; ergo, el libro no es simpático; le sorprende haberlo leído. Tras algunos experimentos como estos, el lector mecánico se da cuenta de la potencia de la desaprobación como arma crítica, y muy pronto ésta se convierte en su principal defensa contra la irritante exigencia de tener que admirar lo que no entiende. A veces su desaprobación es mitigada por efecto de algunas concesiones filosóficas a la laxitud humana: como ocurrió con aquella señora que no podía aprobar las novelas de Balzac pero que estaba perfectamente dispuesta a admitir «que estaban escritas en un francés muy bello». Un ejemplo muy refinado de esta desaprobación atemperada lo proporciona el veredicto de la señora Barbauld acerca de The Ancient Mariner: lo declaró «improbable».

La obligación de expresar una opinión sobre cualquier libro del que se esté hablando en determinado momento ha terminando imponiendo ese hábito, tan natural como reprobable, de hablar por boca de otros. Cualquiera que frecuente un grupo de lectores mecánicos enseguida se acostumbra a su manera socialista de compartir algunas fórmulas, así como al rápido proceso de erosión y distorsión que sufren las opiniones prestadas. Tenemos noticia de algunos individuos suficientemente desalmados como para disfrutar cogiendo desprevenido al lector mecánico que reclama una opinión, y hay que admitir que a veces el resultado justifica la teoría de que los pasatiempos más divertidos son los que se sazonan con crueldad. Los recursos de los lectores mecánicos suelen dar prueba de lo inventivos que pueden llegar a ser: hubo una señora que, cuando le preguntaron de improviso qué pensaba sobre «Quo Vadis», contestó que no había encontrado problema alguno en el libro salvo que «no pasaba nada».

Hasta ahora nos hemos ocupado solamente de lo que podría llamarse el lector mecánico medio: una designación que cabe a la inmensa mayoría de los consumidores de libros. Sin embargo, hay otro tipo de lector mecánico mucho más sorprendente: el que practica la diversión filistea de «entender lo obvio» e incursiona de forma atrevida «en la amargura de las cosas ocultas». El trascendentalismo debe mucho de su perenne popularidad a este culto por lo ininteligible, y sus discípulos proceden en gran medida de esta clase de lectores, que consideran una hazaña intelectual leer un libro para entenderlo. Sin embargo, estos devotos de lo esotérico son demasiado infrecuentes para resultar dañinos. Quien verdaderamente pone en peligro la integridad de las letras es el lector mecánico medio, aunque parezca curioso que carguemos contra esta voraz mayoría de lectores. ¿Por qué deberíamos acusar de malicia a quienes sostienen la demanda de centenares de miles de libros?

En aquel agudo estudio de personajes, «Manoeuvring», la señorita Edgeword afirma de uno de sus personajes: «Su pensamiento nunca había sido abrumado por un torrente de enseñanzas inútiles. Que el flujo de la literatura no le había afectado se veía simplemente por su fertilidad». No hay forma más afortunada de describir a quienes leen intuitivamente; el lector mecánico es exactamente la antítesis de esto. Su pensamiento está devastado por ese torrente de enseñanzas inútiles que sus exigencias han hecho prosperar. Es muy probable que si los únicos que leyeran fuesen aquellos que saben leer, los únicos que produjeran libros fueran quienes saben cómo escribirlos; lo mínimo que cabría reprocharle al lector mecánico es que haya alentado al autor mecánico. De hecho, están hechos el uno para el otro y se aprecian el uno al otro impunemente.

Cuatro son los perjuicios que causa el lector mecánico. En primer lugar estimula la demanda de la escritura mediocre, facilita la carrera del autor mediocre. El crimen de empujar al talento creativo hacia la categoría de la producción mecánica constituye de hecho el atentado más grave que comete el lector mecánico.

En segundo lugar, dada su pasión por convertir en «populares» los asuntos más abstrusos y difíciles, y dada su confusión entre los tópicos científicos recalentados a toda prisa con las concepciones maduradas lentamente propias del pensador original, el lector mecánico se convierte en un factor de retraso de la verdadera cultura, y rebaja el caudal de posibles obras verdaderamente perdurables.

El tercer perjuicio que este tipo de lectores causa a la literatura es confundir los juicios morales con los intelectuales. Hace tiempo que se reconoce la pobreza del credo literario según el cual se escribe “por amor al arte”. El lector mecánico impide la producción de obras maestras no sólo por el hecho de requerir que el escritor imaginativo se dedique a los «asuntos refinados» sino por su propia incapacidad de discernir los «asuntos refinados» en un libro cualquiera, por maravilloso que este sea. Lo cual implica un obstáculo insalvable para sus capacidades. Para quienes consideran la literatura como una crítica de la vida nada es más desconcertante que esta incapacidad para distinguir entre la tendencia principal de un libro –su valor técnico e imaginativo conjuntamente— y sus cualidades meramente episódicas. Quizás sea natural que el lector mecánico confunda lo que no es moral con lo inmoral; se le puede perdonar que clasifique erróneamente libros tales como La cartuja de Parma o La vida de Benvenuto Cellini. Los daños que causa a la literatura se deben a que ignora irremediablemente el hecho de que un retrato biográfico serio no debe ser juzgado por los incidentes que cuenta sino por el sentido que les da el autor. El libro dañino es el libro trivial: que la contemplación de la vida dé por resultado Fausto o Faublase depende del escritor, no del tema. Para verificar la ausencia de esta percepción en el lector medio, hay que mirar los libros «impropios» de la narrativa actual en inglés. En estas obras, que son objeto de goce bajo protesta, con el argumento de que son «desagradables pero tan poderosas», se ve el reflejo de la imagen que los grandes retratos biográficos dejan en las mentes del lector mecánico y de su novelista. Se urden con coherencia incidentes «dolorosos»; pero como todo lo demás pasa desapercibido, se deja a un lado.

Por último, al demandar una literatura ya masticada y dada a su incapacidad para distinguir entre los medios y el fin, el lector mecánico orienta de modo erróneo las tendencias de la crítica o, mejor dicho, produce una criatura a su imagen y semejanza: el crítico mecánico. No hace mucho, el corresponsal en Londres de un periódico en Nueva York citaba a «un comentarista inglés muy conocido» que afirmaba que los lectores ya no tienen tiempo para leer análisis críticos de los libros, y que lo que querían era un resumen de sus contenidos. Por supuesto que determinar hasta qué punto se beneficia la literatura de la crítica es un asunto abierto (y que supera con mucho al alcance de nuestro argumento); pero evidentemente hablar del análisis de un libro como un tipo de crítica y del catalogar su contenido como otro tipo de crítica es absurdo. El lector nato puede querer o no oír lo que tiene que decir un crítico acerca de un libro, pero si le interesa la crítica le importa la única que merece ese nombre: el análisis de un tema y su estilo. Seguramente quien no tiene tiempo para una crítica semejante tampoco lo tiene para pasar revista a los contenidos de un libro: el inventario de sus incidentes que concluye con el convencional «pero no vamos a estropear el goce del lector revelando…». Quien reclama este tipo de inventarios y los llama crítica es el lector mecánico, y como este tipo de lector configura la mayoría, se produce inevitablemente la rápida sustitución del crítico por el comentarista que se limita a extraer mecánicamente la trama de un libro. Tanto si la verdadera crítica es útil a la literatura como si no lo es, está claro que dichas seudo reseñas son dañinas puesto que colocan libros de cualidades muy diferentes en el mismo nivel de mediocridad, ignorando sus verdaderos atributos y su importancia. Resulta imposible dar una idea del valor de un libro cualquiera, salvo quizás de las historias de detectives, por el mero resumen de sus contenidos; e incluso cuando se trata de un relato policiaco malo las cualidades que lo diferencian de otro bueno no son la forma en que se distribuyen los incidentes sino el modo en que se maneja el tema y la elección de los medios adecuados para producir un efecto determinado. Todas las formas del arte se basan en el principio de selección, y si ese principio no se aplica a la suma total de cualquier producción intelectual no puede haber crítica genuina.

De modo que el lector mecánico trabaja sistemáticamente contra la literatura. Como es obvio, para quien es más perjudicial es para el escritor. La ancha vía que conduce a la aprobación de este lector es tan fácil de hollar y está tan firmemente amarrada a prósperos compañeros de ruta, que más de un joven peregrino se ha sentido atraído por ella a causa de un simple afán de compañía; y es muy probable que sólo al final del viaje —cuando llegue al palacio de las perogrulladas y se entregue a un festín de elogios indiscriminados, con los garabateadores que tanto ha despreciado sirviéndose una y otra vez del mismo plato ufano que ha sido preparado en su honor—, sus pensamientos vuelvan con nostalgia en busca de aquel otro camino, el sendero recto que conduce al reino de « los pocos afortunados».

Edith Wharton, Estados Unidos, 1862, Francia, 1937.

Traducción de Enrique Lynch, Argentina, 1948, Barcelona, 2020.

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